Pecado y penitencia

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Pecado y penitencia

La gente, a menudo, no mira al propio corazón, a la propia conciencia, al propio interior. No sólo porque no tienen un director responsable, que en el cristianismo se llama director espiritual, acompañante espiritual, sino también porque tienen miedo de mirar, porque en el corazón se ve quién es la persona en realidad. Se ve toda la verdad sobre nosotros. También, que somos personas débiles, que nuestra vida es frágil, que el ser humano es pecador. Pecamos, cometemos iniquidades, en las que el mal no sólo toca a otros, lo que solemos recordarles con gusto en nuestras quejas, críticas, polémicas, en los enfados o en otro tipo de agresiones que en la relación con otros podemos mostrar, sino que también nosotros somos pecadores. Como se suele decir: „en todas casas se cuecen habas”. Cada uno tiene sus pecados. Por eso también a menudo la gente tiene miedo de mirar su propio interior, sobre todo cuando también encuentra allí algunas heridas sin cicatrizar, que otros nos han causado cuando encontramos allí un antiguo pecado, con el cual no sabemos qué hacer, cuando tenemos remordimientos que no nos permiten dormir por la noche… la persona teme mirar su propio interior. Porque no está apenas segura de si podrá con lo que allí encuentre. Por eso, huimos del silencio, no queremos el silencio, tememos el silencio. No sabemos qué hacer con él. Hoy, sin embargo, si queremos medirnos como cristianos y entrar a nuestro corazón, tenemos que pedírselo a Dios. Nosotros, cristianos, no somos para nada más valientes que otros, ni tampoco menos pecadores. Los cristianos son gente como cualquiera, aunque intentan vivir según el Evangelio; pero, también en nuestro corazón, se reúnen iniquidades, malos pensamientos, malos hechos del pasado, que no conseguimos perdonarnos. Y por eso, cuando un cristiano opta por este camino hacia el interior, tiene que, necesariamente, pedir este proceder a Dios. Porque el Dios cristiano es nuestro Padre Amoroso, que de igual modo bien sabe qué se encuentra en nuestro interior. Y por eso Él es un Padre amoroso, porque Él nos ama más que nosotros mismos, sólo en su mirada misericordiosa podemos mirar el propio corazón, podemos mirar „debajo de la alfombra” de nuestra vida, podemos entrar allí, a donde no queremos entrar. Esto es muy importante para entrar hacia el corazón en la mirada amorosa de nuestro Padre. Cada examen de conciencia (pues el examen de conciencia es una mirada a sí mismo desde el interior), cada examen de conciencia debe ser dirigido por nuestro Padre amoroso. Esto es una cosa muy importante. Sólo entonces, cuando sabemos que este Dios no nos quiere hacer daño, tendremos (a veces muy lentamente) valor para aceptarse ante uno mismo contra aquello que hemos hecho. Si hacemos esto ante Dios, definitivamente lo hacemos ante su rostro, bajo su mirada. Y para esto es precisamente un examen de conciencia. Lo curioso es que este examen de conciencia lo hacemos ante Dios porque ningún otro puede ayudarnos a hacerlo. Es más, confesamos ante Dios nuestros pecados porque ningún otro puede eliminarlos de nosotros. Es verdad que nosotros mismos no podemos quitarnos de encima estos pecados. Podemos, como mucho, escondernos. Cuanto más profundo los escondemos más problemas tenemos (puesto que somos una unidad), más difícil nos será mostrar nuestro verdadero rostro, más insinceramente viviremos en esta tierra. Nadie más allá de Dios puede liberarnos de estos pecados. Nadie puede quitar el mal de nosotros. Con gusto la gente toma de nosotros dinero, pero no el mal. Es muy importante para que, realmente, confesemos nuestras cosas ante Dios. ¿Cómo hacer un examen de conciencia? Como toda cuenta, un examen de conciencia tiene dos columnas. A menudo hay ingresos y gastos. Sí, como en la economía. Y los ingresos en nuestro caso son las cosas buenas que conseguimos hacer a lo largo del día. Merece la pena preguntarse: ¿Qué he hecho hoy bueno? ¿Qué cosas positivas me han ocurrido hoy? ¿Hay algo bueno en mi vida? ¿Alguien me ha hecho algo bueno? Sobre todo, si lo ha hecho desinteresadamente. ¿Y yo he conseguido hacer hoy algo bueno tal y como me propuse ayer? Si analizamos nuestro día, cuando, por ejemplo, hacemos examen de conciencia por la noche, merece la pena detenerse en esto, observar estos puntos buenos, estas perlitas diríamos, estas perlas ocultas en esta cotidianidad que simplemente son buenos hechos. Son hechos. No son opiniones, hipótesis… Lo que ha habido de bueno. ¿Por qué merece la pena hacerlo? Merece la pena porque, en realidad, el bien procede de Dios. Sólo Dios es bueno. Como recordamos, cuando Jesús se encuentra al joven rico, un fragmento del Evangelio que leemos a menudo durante el año, cuando Cristo se encuentra al joven rico, el joven rico se acerca a él y le pregunta: “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?” Jesús, antes de responderle a esta pregunta, le dice así, contesta precisamente con una pregunta: “¿Por qué me llamas bueno?… Sólo Dios es bueno”. Y esta afirmación de Jesús nos muestra que, en realidad, todo bien procede de Dios. Satanás no puede hacerlo. A lo sumo, puede que sea el mal, que nos da o que nos sirve, el que envuelva el bien en papel de colores. En realidad, el bien sólo puede hacerlo Dios. Incluso cuando hacemos algo bueno o alguien nos hace algo bueno, eso en realidad es que Dios, evidentemente, ha tenido que mover alguna cuerda de nuestra alma, como en una maravillosa arpa, sólo por eso hemos hecho algo desinteresadamente bueno para otra persona. Y por eso, la búsqueda de estos buenos hechos de bondad, amabilidad, cordialidad, ayuda, servicio, incluso de darse a las demás personas, salir de nuestras emociones negativas, etc., etc. Todo esto es una huella de la actuación de Dios en nuestra vida. Esto son huellas de la presencia de Dios en nuestra vida. Además, a menudo cantamos en la iglesia: “Donde hay amor mutuo y bien, allí encontrarás al Dios vivo”. No lo buscamos, por tanto, en el cielo, pues Dios no está en el cielo. Alguna vez lo he dicho durante un sermón, causando consternación, pero después expliqué que, en realidad, el cielo está allí donde está Dios y no que Dios esté en el cielo. Por eso, precisamente allí donde están las huellas del Bien, están las pruebas de que Dios actúa en mi vida. ¿Y qué hay que hacer con ello? ¿Por qué hemos de buscarlas? Simplemente tenemos que alegrarnos con sinceridad. Estas son precisamente pequeñas pruebas de la existencia de Dios. Nuestras, personales. Acontecimientos, no hipótesis, sólo acontecimientos, hechos, por los cuales Dios nos permite descubrirnos. Y hay que alegrarse de ellas: “Dios, qué bueno que tú estás en mi vida. Qué maravilloso sentirte, pues esto son pequeñas pruebas de tu presencia”. Imaginémonos qué le ocurre a una persona que cada día, de esta manera, termina su día y percibe tanto bien en su vida. Él percibe la actuación de Dios. Entonces, ya incluso en los momentos difíciles, no será tan fácil (ni estará tan dispuesto) decir que no ve a Dios, que no está. Sólo verá que cada día Dios hace mucho bien. Y sólo entonces nos alegraremos por estos hechos que hemos remarcado en nuestra vida, sólo entonces hay que dar las gracias a Dios. Y ésta es la primera columna de nuestro examen de conciencia. Pero en la economía también hay siempre una segunda columna: los gastos. Y estos gastos son simplemente nuestras acciones malas. Hay que ocuparse, sobre todo, de las propias acciones malas: haberle hecho algo malo a alguien, haberle calumniado, no haber contenido los propios pensamientos negativos en relación con él, haberlo juzgado en la propia conciencia, no haberlo trabajado, haberse entregado a pensamientos lascivos… Sí, como nos dicen los diez mandamientos, y sobre todo, el mandamiento del amor, pues también la omisión en el bien muy a menudo es un acto del mal. Es pecado. Y precisamente estos pequeños pecados, que nos sobrevienen, deberíamos reconocerlos. Si nos suceden algunas infracciones serias, si hablamos de pecados graves, con ellos hay que ir lo más rápido posible hacia Cristo, hacia la confesión, confesarlos en el sacramento de la penitencia y la reconciliación. Pero es importante, antes de que hagamos esto y es importante también en el examen diario de conciencia, que se reconozca la culpa ante Dios, pero también ante uno mismo. Decir lo que decimos cada domingo y durante cada misa: “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”. Esto no ahonda nuestros complejos. Esto no profundizará nuestro sentimiento de culpa, que a veces suele ser malsano. Éste, entonces, se externaliza cuando no queremos admitir el pecado. Sin embargo, cuando cada día nos damos cuenta de las fragilidades de nuestra vida, y de que somos inadecuados para el Reino de Dios, cuando hablamos esto ante Dios, quien nos ama, entonces Cristo sana estas heridas. Cuando confesamos nuestros pecados, Cristo los toma para que podamos realmente ser libres, para que podamos alegrarnos por la ligereza de esta vida. Hay que decir que el cristiano es una persona que es pecadora. Somos pecadores antes de la confesión, durante la confesión, y después de la confesión volvemos a ser pecadores de nuevo. Pecadores, a los cuales se les perdona el pecado, pero pecadores. Y esto hace que el hombre conozca toda la verdad sobre sí, que el hombre verdaderamente sepa cuán necesario es Dios para él. Pues solo, con las propias fuerzas, no puede ni sanar este mundo, ni realizarse a sí mismo, ni llevar alegría a sus prójimos, puesto que precisamente esta debilidad del pecado está en él permanentemente y le domina. Por eso también el confesar los pecados es precisamente para nosotros una terapia sobrenatural. No sólo desde el lado humano. No se puede reducir la confesión a que simplemente me siento mejor. A veces, no nos sentimos mejor de inmediato, porque de inmediato no podemos perdonarnos a nosotros mismos el propio pecado. Sin embargo, es importante hacer cada día un examen de conciencia, sacar primero estas cosas buenas, que son huellas de la gracia, que está en nosotros, huellas de la acción de Dios, de la presencia de Dios. Alegrarse por ellas, y acto seguido agradecer. Y aquí, en el caso de los pecados, hay que reconocerlos. A veces hay que llorar por ellos, a veces hay que enfadarse con uno mismo, pero no por perfeccionismo, es decir, de nuevo me he mostrado débil ante mis propios ojos… no, sino que tengo que hacerlo ante los ojos de Dios. Hemos de enfadarnos con nosotros mismos para entrar a trabajar en nosotros mismos, llevar a cabo algún propósito bueno para el día siguiente, aceptar este esfuerzo cíclico, holístico, persistente y lento, como a veces lo llamamos en la vida espiritual, establecernos cierta disciplina en el interior, sobre la cual nadie tiene que saber especialmente y, así salir de nuestros pecados. Intentar no cometerlos, en tanto que sea posible por nuestra parte. Dios quiere bendecirnos en ello. Y cuando ya reconocemos estos puntos del mal, estas perlas negras de nuestra vida, las presentamos a Dios para que Dios de nuevo las haga verdaderas perlas blancas, para que Dios nos los perdone. Y en estos lugares donde aparecieron, aceptando que el mal es la falta del bien, en este lugar Cristo llena con su misericordia estos hechos y nos hace de nuevo sus hijos. Nunca dejaremos de ser estos hijos mientras queramos darle a Dios lo que nos pesa, lo que nos duele, por lo que nos avergonzamos, aquello que tememos… Sólo Cristo puede hacernos tales. Y todo esto se da en este interior espiritual. Bien por el examen de conciencia, o también por la confesión (el examen de conciencia es una parte de estas cinco condiciones de sacramento de la penitencia y la reconciliación), o también por la penitencia, sobre la cual tendremos ocasión de hablar. De esta manera, la persona conoce su propio interior. Pues el propio interior es, sobre todo, la verdad sobre uno mismo. Esta verdad que toca la misma raíz de nuestra existencia. El interior no es sólo el esplendor de nuestras posibilidades, anhelos, sino que es el lugar donde la persona se encuentra con Dios verdaderamente, en verdad profundamente, completamente. Y por eso no se puede nunca cubrir ante uno mismo sus pecados, no se puede pretender que no están, pues entonces este lugar no se sanará. Y entonces allí comienza a haber cierta gangrena, cierto cáncer, que corta toda nuestra vida y puede reducirla absolutamente a muy malas consecuencias. Invito, por tanto, a que cada uno, por el examen de conciencia, forme el interior y que lo haga siempre ante nuestro Dios amoroso.

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