El hombre que nunca perdió la esperanza. Expulsión de los benonitas y sus siguientes destinos
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La finalidad de la acción misionera –
El hombre que nunca perdió la esperanza. Expulsión de los benonitas y sus siguientes destinos
El 9 de junio de 1808 terminó el sueño de Clemente de fundar en Varsovia. A los benonitas se les acusó de ser jesuitas encubiertos, enemigos del imperio (pero especialmente reacios a Napoleón), entre los cuales Clemente era considerado el peor. A los frailes los expulsaron de Varsovia. La iglesia quedó rodeada por el ejército, de modo que la gente que quería defender a los redentoristas, no podía hacerlo de ninguna manera. Cuarenta sacerdotes y hermanos fueron agolpados en un cuarto y sometidos a interrogatorios de largas horas. Finalmente, el 20 de junio, se les sacó de Varsovia en coches en distintas direcciones.
Todos se encontraron en la fortaleza de Küstrin, donde pasaron algún tiempo. A continuación, acuerdo con la decisión de las autoridades, fueron enviados de a dos a sus países de origen. Clemente se desesperaba por no poder pasar sus días entre sus cohermanos; además, a la mayoría de ellos ya nunca los vería más. Junto con el hermano y clérigo Marcelin Stark fueron enviados a Viena como súbditos de la monarquía de los Habsburgo. Durante el camino vivieron aventuras más o menos felices (entre ellas alguna que amenazó sus vidas). En cierto momento, Marcelin perdió su pasaporte. Les paró la policía en la frontera bajo sospecha de ser espías, amenazados incluso a pena de muerte por fusilamiento. Por suerte, el comandante preguntó a la fortaleza de Küstrin, y tras recibir respuesta, liberaron a los prisioneros.
Clemente llegó a Viena, ciudad de su juventud. No fue, sin embargo, otro “amor a primera vista”, porque se encontró con un comité de bienvenida inusual. Durante el control rutinario se descubrió en su equipaje objetos litúrgicos y enseguida se sospechó que eran ladrones que escapaban con su botín. El padre Hofbauer fue arrestado. Sólo tras haber pasado tres días en la cárcel, por la intervención del arzobispo de Viena, fue puesto en libertad.
Desde el punto de vista religioso, la entonces capital del Imperio Austríaco presentaba una realidad demasiado complicada. En teoría, el 97% de sus habitantes eran católicos, pero, en realidad, pocos de ellos practicaban su fe. Es más, en esta gran ciudad europea, se difundían las corrientes de pensamiento ilustradas, enemigas de la religión tradicional. Además, en la monarquía de los Habsburgo reinaba la ideología del josefismo, que fundaba su aspiración en que toda la actividad eclesiástica y todas las manifestaciones de vida religiosa estuvieran subordinadas al Estado. Se organizaban controles policiales, se limitaban al mínimo los sermones, y se redactaba su contenido. Se comprobaba incluso quién y a quién se confesaba. Clemente se encontró en Viena en una situación característica, sin trabajo pastoral. Sólo podemos imaginar lo dolorosa que esta situación tendría que ser para un hombre que toda su vida había sido tan activo. Por suerte, vinieron con ayuda sus amigos de su época de estudios en la Universidad de Viena.
Clemente recibió el cargo de ayudante pastoral en la iglesia perteneciente a los franciscanos. Debió ser una pastoral de una comunidad italiana, que se reunía en este mismo templo. Por desgracia, de acuerdo con las costumbres del momento, toda su actividad sólo podía reducirse a dar misas y a predicar de vez en cuando sermones. Para el padre Hofbauer esto era decididamente demasiado poco. Entonces, se encargó de una actividad, en la cual podía realizarse más: salía a por la gente, se encontraba con ellos y hablaba. Comenzaba a pasar cada vez más tiempo en el confesionario. Después de cuatro años, en el año 1813, llegó una especie de salvación: Clemente recibió su propio lugar. El arzobispo de Viena le confió el puesto de capellán en el monasterio de las hermanas ursulinas. El incansable redentorista también recibió un piso más grande, más grande para esa época (de dos habitaciones) donde habitaban tres de sus cohermanos. Finalmente pudo traer a uno más, el padre Sabellego, que le sirvió como secretario personal (y por eso se sabe que Clemente mantuvo abundante correspondencia para mantener el contacto y la unidad con los cohermanos dispersos por toda Europa).
Y aquí el propio Clemente, animado con este mismo espíritu que lo persiguió durante toda su vida y lo estimuló a actuar, se dio por completo a su ministerio. Presentó una actitud de libertad ante las formas de pastoral aceptadas y osificadas, buscaba nuevas iniciativas que respondieran a las necesidades de la gente, del tiempo y el lugar en los que se encontraba. Pasó largas horas en el confesionario, mantuvo muchas conversaciones, recibió a otros, salió a por ellos, y, sobre todo, se dedicó a la predicación.
Comencemos por la predicación. Como anécdota, se recuerda el hecho de que cuando Clemente apareció en la iglesia de santa Úrsula, de inmediato preguntó a la hermana sacristana: “¿Cómo va eso de los sermones?”. Ésta, sorprendida, respondió: “¿Sermones? Los sermones sólo se predican en festividades, no en domingos corrientes, y, además, en esta iglesia no hay con quién hablar”. Sin preocuparse por eso, y, de hecho, sin tener en cuenta la ley, ya en el primer domingo, el santo redentorista fue al ambón y comenzó a predicar a algunas personas que estaban reunidas en el templo. La noticia corrió por toda la ciudad. De boca en boca se comunicaba el mensaje de que en la iglesia de santa Úrsula predicaba la Palabra de Dios un predicador inusual y, en breve, esta iglesia, aunque no muy grande (semejante a la de san Benon en Varsovia), comenzó a estar repleta.
¿En qué consistía el fenómeno predicador de san Clemente? Según los testigos, no era un excelente orador. Su alemán aparentemente dejó mucho que desear (el fraile predicaba con un fuerte acento). Es más, algo que hoy es impensable, sus sermones a menudo duraban una hora. Sin embargo, de los relatos descubrimos que los oyentes permanecían en silencio, captando cada palabra y con miedo de moverse o toser. ¿Por qué? Según los registros conservados, los sermones de Clemente se diferenciaban de aquello que se consideraba como estándar para la época. No consistían en filosofar ni reflexionar racionalmente sobre temas morales que debían servir a la sociedad, que era casi la regla de esos tiempos. Se reconocía por aquel entonces que la religión, si existía para algo, su objetivo era que fuera útil. Clemente, sobre todo, predicaba doctrina y kerigma: hablaba sobre las verdades de la fe, estando convencido de que esto debe preceder a la enseñanza moral. De lo contrario, se convertiría solamente en un conjunto de normas artificiales impuestas a las personas, que tarde o temprano la gente rechazaría. Sin embargo, los sermones del padre Hofbauer estaban, sobre todo, llenos de contenidos bíblicos, pues como él mismo repetía: “Hay que anunciar el evangelio continuamente de nuevo. Continuamente volver a él”. La misma preparación de Clemente a la homilía era ya característica. Cuando en algún momento alguien le preguntaba sobre ello, él respondía: “El sermón se prepara de rodillas”. Según el santo redentorista, había que predicar el evangelio, el cual tiene que abarcar a toda la persona, en todas sus dimensiones, por eso los sermones predicados por él no eran tampoco especulaciones mentales. En ocasiones perdía el hilo, a veces los pensamientos particulares no estaban relacionados entre sí, pero estaban profundamente llenos de emociones. Sobre todo, eran el credo personal del apóstol de Varsovia y Viena, y precisamente eso llegaba a los corazones de la gente. Una fe inquebrantable daba a Clemente fuerza para predicar. Como dijo uno de sus oyentes: “Todos sus sermones eran un único gran acto de fe”. Incluso los informes policiales, escritos por espías mandados regularmente a la Iglesia de santa Úrsula, constataban que el padre Hofbauer es un fanático religioso, el cual, de buena fe, se esfuerza por basar la religión en la Revelación y en el contacto vivo con Jesucristo. Cabe citar aquí las palabras de Juan Pablo II, quien dijo que la gente está más necesitada de testigos de fe que de sus maestros; esta afirmación es actual, no sólo para nuestros tiempos, sino para todos. Con total seguridad, san Clemente predicó de esta misma manera, y así se realizaron milagros de conversión.
Aquí aparece la segunda dimensión de la actividad del padre Hofbauer, es decir, su servicio en el confesionario. Los penitentes hablaban sin vacilar de su extraordinaria capacidad y don de entrar en los corazones humanos y también de su amor, con el cual trató como un verdadero padre a todos los que se acercaban a él. Se esforzó por entenderlos, escucharlos, consolarlos, darles consejo; incluso le llamaban refugio de los pecadores. Sus órdenes a menudo eran cortas, muy concretas y relacionadas con la vida. Una de las mujeres que se confesaban con él recordaba que, cuando se quejaba de su relación con sus hijos, Clemente tenía plena ciencia para decirle sólo: “Sabes, una madre a veces ayuda más a los hijos cuando habla con Dios sobre los hijos, que con los hijos sobre Dios”. También se recuerda la anécdota cuando cierto hombre tuvo dificultad para perdonarse a sí mismo por sus pecados cometidos. El santo redentorista simplemente desde el confesionario lo acompañó hasta su casa y allí arrojó una piedra a un cubo de agua que estaba en un pozo. “Ves, así como esta piedra desapareció en el agua, así tus pecados desaparecen en el océano de la misericordia de Dios”, dijo. Clemente pasaba en el confesionario incontables horas. En invierno, se levantaba incluso entre las tres y las cuatro de la mañana. Iba a pie a la pequeña iglesia donde le esperaban aquellos que tenían que comenzar a trabajar: sirvientes, trabajadores… Los confesaba y, a continuación, volvía a la iglesia de santa Úrsula, donde ya había una cola de penitentes. De boca en boca corría su apellido como el de aquel que siempre está preparado para acoger al pecador y dar consejo referente tanto a la vida espiritual como de cada día.
Con el ministerio de la reconciliación, Clemente se dirigió de presto a los enfermos y moribundos, a sus casas y a los hospitales. Siempre llevaba consigo algún detalle, ya fueran flores, para darles a los enfermos una pequeña alegría. Durante doce años de estancia en Viena, el padre Hofbauer preparó para la muerte a cerca de dos mil personas.
Con un cuidado y un interés particular, Clemente rodeó a la juventud, sobre todo universitaria, la cual en esos tiempos estaba religiosamente muy desatendida. Su apartamento siempre estaba abierto para estudiantes. Dio forma a un tipo de encuentros vespertinos informales: los jóvenes iban y recibían diferentes temas. No había ningún orden determinado para estas discusiones, sus problemas le daban vida. A veces discutían sobre las verdades de la fe, a veces sobre la situación de la Iglesia; en ocasiones era una hora bíblica, en otros casos una hora dedicada a la oración. Los asistentes a estos encuentros recordaban que cada vez que llamaban a la puerta del predicador incansable, éste les abría causando la impresión de alguien que precisamente les estaba esperando. Por su parte, Clemente percibía como un elemento extremadamente importante esta actividad: sabía que esta gente volvería a sus casas donde, a menudo, convivían con decenas de personas y allí hablarían sobre aquello que habían experimentado, haciendo accesible el Evangelio a estos lugares y permitiendo que lo que predicaba el fraile llegara allí, adonde él mismo no podía llegar.
Estas relaciones y comunión con un verdadero santo tuvieron, por supuesto, también influencia en las vocaciones. Cuando al poco de la muerte de san Clemente se abrió la primera comunidad redentorista en Viena, se presentaron a ella más de treinta candidatos, la mayoría de los cuales eran precisamente asistentes de los encuentros vespertinos. El fenómeno de la personalidad del padre Hofbauer consistía, entre otras cosas, en que era un apóstol tanto para los pobres, como para los ricos. En su casa se encontraban personas de las más altas clases de la sociedad del momento: gente de ambientes políticos, científicos, artistas… Basta con recordar que fueron personas tales como Friedrich Schlegel (conocido como el príncipe de los románticos), Clemente Brentano (poeta del romanticismo alemán, y también secretario personal de la beata Catalina Emmerich) o Josef von Pilat (secretario personal del canciller Metternich) y muchos otros. Se llamaba a este grupo “Círculo de Hofbauer” o “Círculo de los románticos”. Según los expertos, tenía una gran influencia en la cultura de esta época. En este momento merece la pena añadir que, cuando en el año 1815 tenía lugar en Viena un congreso internacional, que debía poner orden a las secuelas de las guerras napoleónicas, algunos de los asistentes iban al piso de Clemente, traídos allí por miembros de dicho grupo. Entre ellos se encuentra, el sucesor al trono del Reino de Baviera. La relación y amistad del padre Hofbauer con el joven príncipe facilitó más tarde a los redentoristas fundar muchos centros en este país; este santo, sin embargo, ya no llegó a verlo.
De hecho, ya yacía en el lecho de muerte cuando recibió el mensaje de que el emperador les concedía permiso para abrir un monasterio de redentoristas en la capital. Sin embargo, él ya no pudo ver ni experimentar la realización de este gran sueño. Siendo (para aquellos tiempos) un hombre de edad avanzada, agotado por los numerosos viajes, los efectos de soportar el mal tiempo, a veces sin comer y sin dormir, a principios de la primavera cayó enfermo. Su estado de salud empeoró mucho: las numerosas hemorragias y la fiebre le agotaban, produciendo que las últimas semanas de vida fueran para él precisamente una gran sucesión de dolores. El 15 de marzo de 1820, cuando sonaba la campana de mediodía, Clemente dijo a los que le rodeaban (y hay que decir que no estaban junto a él ningún redentorista, todos habían salido a algún sitio, ocupándose de algún asunto): “La campana al Ángelus, recemos”. Cuando los presentes (que eran seis laicos) acabaron de rezar de rodillas y se incorporaron, el padre Clemente ya no vivía. Los cohermanos no pudieron ocuparse de su entierro (no estaban presentes), pero enseguida alguien consiguió un ataúd y otro, una caravana. Doce estudiantes de Clemente arrastraron el carro con el cuerpo de un fraile santo. Gradualmente fue llegando cada vez más gente, alguien se ocupó de las velas, las cuales se repartieron entre la multitud y el cortejo fúnebre se convirtió en una procesión de luces. Cuando el cortejo llegó a la catedral de san Esteban, alguien abrió las entradas principales (estas puertas enormes solo se abrían para las coronaciones y en las ocasiones especiales). El ataúd del pobre redentorista entró en el templo, el cual inmediatamente se llenó de tanta gente, que algunos tuvieron que quedarse en el exterior. Desde allí, trasladaron el cuerpo de Clemente al así llamado Cementerio de los Románticos, que en aquel tiempo se encontraba más allá de los límites de la ciudad. Allí, el apóstol de Viena y Varsovia descansó hasta el momento de trasladar sus restos por el inicio de su proceso de beatificación.
La semilla lanzada al suelo murió y en breve trajo abundante cosecha. Los misioneros de la primera comunidad de redentoristas de la capital austriaca pronto se dispersaron por toda Europa. Tantos se animaron a entrar en la congregación, que ya veinte años más tarde el papa tuvo que mandar dividirla en seis provincias más allá de los Alpes. Apenas doce años tras la muerte de Clemente (en el año 1832) los hijos espirituales de San Alfonso cruzaron el Atlántico y fundaron las primeras comunidades en los Estados Unidos de América del Norte. Así, Varsovia y Viena pasaron a ser, junto a la italiana Scala, verdaderas cunas de una congregación internacional, y el hombre, cuyos esfuerzos acabaron en fracasos, se convirtió (junto a san Alfonso), como creen muchos redentoristas, en el cofundador de la Congregación del Santísimo Redentor.
San Clemente María Hofbauer es un hombre que nunca perdió la esperanza y tuvo valor para comenzar continuamente de cero. Más de una vez rezaba con estas palabras: “Yo camino hacia adelante; Tú me llevas hacia arriba”. Fue un misionero que creía profundamente en que, mientras siguiera habiendo gente necesitada de la Buena Noticia, seguiría habiendo esperanza para la congregación y su misión. Habrá futuro para nosotros, siempre y cuando, al igual que nuestro santo cohermano, tengamos valor de leer la voz de Dios dirigida a nosotros a través del grito de los pobres. Si tenemos el valor de renunciar a nuestras formas y estructuras favoritas, pero innecesarias, responderemos a las verdaderas necesidades pastorales de la Iglesia. Éste es el legado de san Clemente, éste es nuestro llamado.
Autor: P. Jacek Dembek CSsR
Traducción: Carlos A. Diego Gutiérrez, CSsR
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