La Orden me ha hecho hermosa
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Castidad – Discípulo – La Orden me ha hecho hermosa
¡Saludos en Cristo! Me llamo hermana Antonia y pertenezco a la comunidad de las hermanas Misioneras del Santísimo Redentor (hermanas redentoristas). Tengo treinta y dos años, de los cuales 14 los he vivido en el convento. Desde que llevo hábito y vivo con votos, nunca he lamentado tomar esta decisión en la vida.
A menudo escucho de la gente con la que me encuentro: “Tú, tan joven, tan guapa, ¿Te has hecho monja? ¿Por qué?” A menudo estas preguntas surgen de la compasión, pero yo tengo ante ella esta respuesta: antes de entrar a la orden, nunca había escuchado esas palabras, nadie me decía que soy joven y guapa. Por tanto, esto significa, que en esto me he convertido en la orden, que precisamente vivir cerca de Dios y en su amor nos hace hermanas hermosas.
Al igual que un matrimonio enamorado se promete el uno al otro amor, fidelidad, sinceridad y entrega mutua, así nosotras en el convento prometemos a Dios castidad, pobreza y obediencia. Para alguien esto puede parecer una cárcel, pero para nosotras es verdadera libertad. No sé si alguna vez en vuestra vida habéis vivido un gran amor, pero si una persona se enamora de alguien hasta las trancas, ya nunca más buscará a otra persona o algo mejor, porque sabe que tiene todo precisamente en esa persona concreta.
Tenía diecisiete años cuando por primera vez sentí la voz de la vocación a la vida religiosa. Fue una experiencia tan increíble que verdaderamente comprendí que ningún otro estilo de vida me corresponde. Yo quería vivir “al máximo”, realizar todas mis fuerzas, posibilidades, dones y talentos, aunque en ese momento no sabía nada sobre la vida religiosa. Cuando, sin embargo, entré en la orden, comprendí que éste es precisamente el lugar en el que se cumplen mis sueños y se realiza mi amor. Es una gran suerte que, en el momento en que la gente piensa que el monasterio es como una cárcel, les digo que realmente es un ambiente de enorme libertad, a la cual se ama con todo el corazón. Nosotras en la orden vivimos con los votos de castidad, pobreza y obediencia. El voto de castidad, o de celibato, como todavía se le llama, para alguno puede significar sólo una cosa: vivir sin marido, hijos, sin pareja, sin relaciones sexuales. Para mí, en cambio, es la relación más grande y profunda, el amor más grande y superior. Este amor, que nunca me traiciona. En verdad, yo todavía soy débil, pequeña e inexperta, pero sé que, incluso si algún día cometo traiciones grandes o pequeñas, Dios nunca, nunca, me traicionará. Él es para mí el amor más grande y el mejor confidente.
En la Sagrada Escritura hay unas bellas palabras: “Nosotros amamos, pero Él nos amó primero”. Precisamente estas palabras son fundamento de nuestro voto de castidad. Cada una de nosotras, que entra a la orden (y yo no soy la excepción), experimentó este amor, el cual no podía rechazar. Por eso respondimos a esta llamada. El amor Humano es muy pequeño, a menudo escasea y, por eso, en la orden lo buscamos constantemente. ¿Dónde conseguirlo? ¿Dónde cargar la batería del amor cuando está vacía, si sólo está al 1%? Aquí esta fuente es la oración, tanto personal, como litúrgica. Ella nos carga totalmente la batería y nos llena. Cuando en la oración experimento el amor indescriptible de Dios, el cual me llama a este modo de vida, puedo salir al mundo, tomarlo y compartirlo, amando a otros como si en cada uno de ellos viviera Cristo.
La gente que está débilmente informada sobre la vida religiosa cree que nosotras, las religiosas y monjas, nos perdemos mucho porque no tenemos familia. Realmente es al contrario: tengo una familia bellísima, mis hermanas, en la que por primera vez en mi vida aprendí la verdadera amistad; esta amistad, en la cual puedo confiar, la cual me escucha y entiende todo. Aquí aprendí el amor y el servicio, pues cada una de nosotras lleva en sí el rostro de esta hermana a la que quiere, sirve, ayuda y aprende de ella el amor. Así precisamente se manifiesta cada día nuestro voto de castidad: en pequeños y grandes gestos de amor. Lo llevo a cabo mientras cocino, limpio, simplemente hago estas cosas con amor, las cuales a menudo no son agradables para mí. Con el voto de castidad tengo la posibilidad de desempeñar también este trabajo, el cual llevo a cabo cada día. Mi vida religiosa es la misión, porque trabajo con gente de todas las edades, desde niños pequeños a personas mayores. A cada persona que Dios envía a mi vida puedo llamarla hijo mío, porque le llevo el amor del Padre. Soy mediadora del amor y mi voto de castidad me da fuerza para mostrar este amor de la mejor manera y del modo más visible. Sí, es verdad, yo no tengo hijos propios, pero tengo muchos por todo el mundo, por todas partes donde estuve de misión o retiros. Puedo llamar hijos míos a todos los que preparé para la primera confesión y la primera comunión. Mi voto de castidad se manifiesta en un corazón maternal que sabe escuchar, que aprende a ver en cada persona a la que se me envió los ojos y las manos de Dios, y a Él mismo.
También trabajo con jóvenes; es la gente que más necesita amor, porque los jóvenes antes de los dieciocho años comienzan a buscarlo con intensidad. Tengo la posibilidad de simpatizar, ver, acompañar y formar a toda esta gente que Dios pone a mi servicio y junto a ellos buscar el amor verdadero, y no cualquier imitación. En este caso, mi voto de castidad me ayuda a entenderlo, olvidarme de las propias necesidades, de mi egoísmo y escucharlos no sólo con los oídos, sino también con el corazón. Me permite buscar junto a ellos dónde se esconde este amor; junto a la juventud busco el amor de Dios, ayudo a esta gente a experimentar que Dios los ama incondicionalmente. Precisamente a través de ellos aprendo a vivir mi voto de castidad de un modo cada vez más profundo y verdadero, pues otras personas ven cómo yo vivo mi alianza (profesamos nuestros votos públicamente, ante toda la Iglesia, y tomamos como testigos a toda la comunidad que está presente en la liturgia. Lo hacemos para que ellos puedan más tarde decirnos: “Vivís este voto, el cual profesasteis ante todos” o “No lo estáis viviendo”). Tengo la posibilidad de preguntar a la gente sobre cómo vivo mi voto de castidad, si ellos lo ven en mi vida.
El modo en que vivo mis votos depende sólo de uno mismo, es decir, de cómo construyo mi relación con Cristo. Cuanto más esté Dios en mí, menor será mi „yo”. Cuanto mayor sea Jesús en mí, mayor será el amor, más fuertemente viviré mis votos, porque cuanto más cerca estamos de Cristo, más cerca estamos de la otra persona, más fuerte se vuelve nuestro amor y comprensión. Entonces, será posible mirar a los otros con los ojos de Dios. Verdaderamente nuestro voto de castidad se manifiesta de primeras en cómo amamos a la gente que nos cuesta amar, a aquellos que nos sacan de quicio, que vemos cada día en el autobús, por ejemplo las malas personas o aquellos que no nos respetan, los ateos o la gente que, mirando nuestro hábito, pueden escupir a nuestro lado o decirnos algo feo. En este caso, esto es como un examen de mi amor, examen de mis votos: ¿Veo en esa persona a Dios ofendido y solitario? ¿Es posible que vea solo al hombre que me ofende? Mi voto de castidad en todo momento me ayuda más a mirar en la persona, ver en él el ser que Dios ha creado, y no sólo un hombre pecador.
Hoy mucha gente no se cree eso de que se pueda vivir en castidad y cumplir la fidelidad. En un momento en que el 60% de los matrimonios se rompen, existe el religioso que vive con fidelidad y puede que mi vida y testimonio de castidad sea no sólo un desafío, sino también una muestra de que se puede vivir fiel hasta el final, en la salud y en la enfermedad, hasta la muerte. Puede ser que, a través de esto, se consiga mostrar que es posible vivir sin egoísmo, sino con amor verdadero.
Hoy os animo de corazón a que busquéis el amor, ¡pero sólo el de verdad! ¡No os conforméis con otro! Amén.
Autora: Hma. Antonia, Redentorista
Traducción: Carlos A. Diego Gutiérrez CSsR
La Orden me ha hecho hermosa
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