Historia personal y reflexión

Ver el video

Puedes encontrar los subtítulos en tu idioma en la barra de reproducción de YouTube.

Leer

Historia personal y reflexión

Cuando leemos sistemáticamente la Sagrada Escritura, cuando con atención y con fe (como subrayábamos la última vez) escuchamos la palabra de Dios, es Dios el que se revela en nuestro corazón, en nuestra mente, como luz. El Espíritu santo es luz. Instruye nuestra vida, nuestra historia personal, de modo que comencemos a percibir en ella lo que hasta ahora era desconocido, poco claro, incomprensible, lo que estaba en tiniebla. Los símbolos de la luz y la oscuridad son muy conocidos en toda la Sagrada Escritura, en el Antiguo y Nuevo Testamento, y sobre todo en san Juan. Recordamos bien cómo comienza el prólogo de su Evangelio, el principio del evangelio que leemos en Navidad: “En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió”. Entre la luz de Cristo y la oscuridad de Satanás, se da una confrontación misteriosa, y la luz siempre vence. ¿Qué significa? Significa: en primer lugar, la luz nos permite conocer a Dios, nos muestra el camino hacia Él; y en segundo, nos revela la verdad sobre las acciones humanas. Por eso, los que hacen el mal evitan la luz. Realizan sus acciones viles en la tiniebla. Por eso, la imagen bíblica de la luz une consigo inseparablemente la dimensión cognitiva (conocemos a Dios) y la dimensión moral: la luz permite conocer las acciones humanas. Queremos que Dios se nos dé a conocer y, por tanto, tenemos que leer Su Palabra con fe. Entonces, Él arroja luz en la oscuridad de nuestra incomprensión, de nuestra falta de conocimiento de Dios, nos da la oportunidad de acercarnos a Dios. Pero ¿qué vemos? Cuando la Luz, que es el Espíritu Santo y que proviene de la Biblia, de la lectura con fe de la Palabra de Dios, ¿qué comenzamos a percibir en nuestra vida? La Luz de Dios brilla y de la oscuridad aparece el mal, del cual, al parecer, está llena nuestra vida. Sale a la luz nuestro pecado, es decir, la falta de amor a Dios y al hombre (sobre esto hablaremos en el siguiente encuentro). Sin embargo, lo más importante es que en nuestra vida comencemos también a percibir el bien, el verdadero bien, aquel que antes no percibíamos. A veces la gente se queja de que no ven nada bueno en su vida, que su vida se ha hecho maldad. Esto es porque no tienen luz, y no la tienen porque no leen la Palabra de Dios. No obstante, lo más importante es que percibamos el bien gracias a la Palabra de Dios. Donde está el bien, allí está Dios. San Marcos describe, por ejemplo, en su Evangelio, que, cuando se acercó corriendo a Jesús ese joven rico (cómo a veces se le nombra en otro evangelio), cuando se acercó corriendo cierto joven y cayendo de rodillas, le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?”, ¿qué le respondió Jesús? Jesús le dijo: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino Dios”. Así aparece en el capítulo 10 del Evangelio de San Marcos. Y, por eso, si nadie es bueno sino Dios, entonces todo exponente del bien procede de Dios. Sólo Dios es bueno. Y si yo o alguien hiciera algo realmente bueno, entonces evidentemente Dios tendría que haber movido su corazón, pues la fuente del Bien sólo es Dios. Y por tanto, cuando comenzamos a percibir el bien en nuestra vida, esto significa que comenzamos a darnos cuenta de las huellas de la presencia de Dios. Éstas son pequeñas pruebas de la existencia y actuación de Dios en nuestra vida. Así pues, todos cantamos esta canción, tradicional, cristiana, tan bella: “Donde hay amor mutuo y bien, allí encuentras al Dios vivo”. Por eso, hay que buscarlo allí, donde hay bien, donde hay amor, en todos los exponentes del bien. Al parecer, cuando Gagarin voló por primera vez al espacio y volvió de allí, debió de decir: “He mirado. No hay Dios”. Realmente, hermanas y hermanos, Dios sólo se da a ver a aquellos que ven el bien gracias a la lectura de la Palabra de Dios. Sin la Palabra de Dios a menudo nuestra vida se sumerge en tiniebla, e, incluso cuando hay bien, entonces no lo vemos. Cuando la luz del Espíritu Santo ilumina nuestra vida, comenzamos a percibir que Dios está presente en ella, que todos los exponentes del bien que hacemos, o que experimentamos de otros, son signo de Su presencia y actuación en nuestra vida. A veces, cuando alguien se convierte y comienza a leer la Palabra, comienza a percibir con asombro, que Dios desde hace tiempo llamaba a su corazón. Desde hace tiempo le estaba dando señales en los renglones torcidos de su vida, señales de su presencia. Comienza a percibir que Dios con frecuencia salva del gran mal de su vida, del mal que pudo haber hecho o el que le pudo sobrevenir. A menudo, la persona no puede simplemente sorprenderse de su propia ceguera, de su propia terquedad. Pero más aún, no puede sorprenderse de la misericordia de Dios, del amor de Dios, que no se desanima con su mezquindad, sino que siempre le da una oportunidad. Y cuando la persona se decide a leer con fe y sistemáticamente la Sagrada Escritura, y reflexionar sobre su propia vida, gracias a la luz de la Palabra de Dios ve que en esencia, durante toda su vida, Dios lo había acompañado y había cuidado de él, aunque él ni lo percibiera. Este asombro es una gracia y a veces merece la pena hablar sobre ella a otros, a los cuales queremos fortalecer en el camino de la fe. Y puede que incluso Dios haga que, gracias a nuestras palabras, se despierte alguien a la verdadera vida, se salga alguien de la tiniebla que es desconocimiento de Dios… Por eso, hay que leer constantemente la Sagrada Escritura con fe y bajo su luz observar nuestra propia vida. Lentamente comenzaremos a percibir las grandes obras de Dios, las cuales el mismo ya ha realizado y constantemente hace en nuestra humilde vida, tocada por el pecado. Así precisamente han hecho todos los santos: miraron al mundo, a la vida con fe. Es una luz insólita. No es una luz del entendimiento humano. Es la luz que proviene de Dios. No sé si todos lo saben, pero cuando Santa Teresa del Niño Jesús estaba muriendo, entre grandes dolores, todavía estaba viviendo su episodio de “noche oscura”, cuando no sentía a Dios, a pesar de ello tenía esta extraña luz sobrenatural y, mirando a esta realidad, que para nada era bonita ni era alegre, percibía en ella tanta bondad y tantas huellas de Dios que dijo: “Todo es gracia”. Para poder decir esto, realmente tiene que ser una gracia del mismo Dios. Por eso, los cristianos intentan constantemente mirar a su vida y precisamente a la vida bajo la perspectiva de la Palabra de Dios, a la luz de la fe, que la Palabra de Dios construye en ellos. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo hacer para mirar nuestra vida bajo la perspectiva de la Palabra de Dios? Los cristianos han trabajado este método. Se llama balance cotidiano de conciencia de todo el día. ¿Qué significa balance? Todos saben que un balance tiene sus ingresos y sus gastos y, al menos estas dos columnas siempre tienen que estar marcadas en la contabilidad. Los ingresos son las cosas buenas; los gastos son las cosas malas. Por eso, centrémonos siempre primero, en este balance de conciencia, en lo que es bueno. Cuando acabemos el día, en un momento breve o más largo, en la medida que podamos, probemos a recorrer nuestro día, de modo concreto. ¿Qué me ha sucedido de bueno en este día? ¿Cuánto bien hemos hecho? Sobre el mal pensaremos en la otra parte. Primero hay que reflexionar sobre si alguien, accidentalmente, no me ha hecho algo bueno, si no he experimentado algo bueno. ¿Puede que yo también haya hecho algo bueno? Algún propósito bueno que haya cumplido o algo bueno que haya hecho a alguien cercano, o si he acabado bien el día, si he trabajado bien, estudiado bien… Cuando una persona reflexiona sobre ello, sobre todos estos hechos, (no opiniones ni hipótesis, sino hechos), hay que sacarlos. ¿Y qué hacer? Hay que alegrarse por ello. Pues esto son pequeñas pruebas de la existencia del Señor en mi vida. Todo bien procede en esencia del mismo Dios. Y por eso, el balance de conciencia en esta primera parte, de la que muy a menudo nos olvidamos, porque el balance de conciencia lo asociamos sobre todo con recordarnos qué hemos hecho mal, sobre todo antes de la confesión; pero el balance tiene también siempre dos partes: una positiva, primero estos ingresos (el bien experimentado). Y cuando una persona se da cuenta y saca perfectamente estos pequeños pedazos de bien, más o menos, ya sean los que hoy me han ocurrido o yo mismo he hecho, o si en general he descubierto algo bueno en mi vida (algún don del Señor, algún don de otra persona), entonces hay que reflexionar sobre ello y alegrarse, dar gloria a Dios. ¿Qué significa? Nosotros, muy a menudo no nos alegramos de lo bueno. Y eso que esto es una prueba de que Dios está actuando en nuestra vida. Es una prueba de que Dios existe, de que se preocupa por nosotros. Y por eso, cuando nos alegramos ante Dios, merece la pena agradecérselo con una frase, o con un corazón conmovido, o con un suspiro. Y cuando una persona hace esto a diario, hace este balance de conciencia, entonces comienza a percibir en su vida muchos bienes, muchos motivos para darse cuenta de que Dios está constantemente en nuestra vida, que nos conduce, que Él, en esencia, está todo el tiempo junto a nosotros y nunca nos abandona. Por eso, entonces, darle gracias o gloria a Dios, que es amor, es para nosotros una gran alegría. Por cierto, cuando cultivamos este examen de conciencia durante más tiempo, aunque no sea diariamente, pero al menos algunas veces a la semana, entonces nos daremos cuenta de que Dios nos acompaña sin cesar. Merece la pena hacerlo cada día, cada semana, no solo antes de la confesión.

This post is also available in: polski (Polaco) English (Inglés)


Noticias recientes