Fuente y Culmen #7 – La Liturgia Eucarística
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Fuente y Culmen #7 – La Liturgia Eucarística
¡Saludos, amigos!
La siguiente parte de la Eucaristía es el momento de acercarse al gran misterio de nuestra fe. Tras acabar la Liturgia de la Palabra, después de presentar a Dios nuestra oración, llegamos a una parte importante (puede decirse la más importante) de la Eucaristía, a la Liturgia Eucarística. Aquí quiero al principio señalar que, para nosotros los creyentes en Jesucristo, toda la Eucaristía es importante. Desde el mismo comienzo, hasta el canto de salida, durante los momentos particulares de la misa. No sólo es importante algún fragmento, sino toda la Eucaristía. En toda la Eucaristía debemos darnos, dar nuestros deseos, pensamientos, al buen Dios. Bueno es si entendemos esto y nos acercamos a la Eucaristía.
Ahora, el siguiente momento es la presentación de los dones. No es el ofertorio. Como recordáis, hace años teníamos ese convencimiento, llevábamos a cabo un canto que se llamaba canto de las ofrendas. Hoy decimos que éste es el momento de la preparación de los dones. Acercamos al altar, a este lugar santo, los dones. Atención: es bueno si durante las misas solemnes dominicales, al menos en una misa, los fieles acercan los dones al altar. No sólo los acólitos que están en el presbiterio, sino los fieles de la iglesia. En las orientaciones del Episcopado Polaco se dice sobre esto que el pueblo creyente, durante la ofrenda de los dones, permanezca sentado. No de pie, sentado. ¿Para qué? Para que se pueda ver mejor a los que acercan los dones. El sacerdote, junto con el asistente, se acerca a los que llevan los dones para aceptarlos de sus manos. Acercamos nuestras dificultades, nuestro trabajo, nuestra vida… y es bueno también aquí preguntarse: Bueno, ¿qué acerco yo hoy a Jesús a este altar? Podríamos decir: me acerco yo mismo, acerco mi vida. Pero también se puede acercar alguna intención, petición, mi dificultad, mis problemas, cruces, complicaciones. Es bueno si lo hacemos conscientemente en nuestros corazones: Jesús, hoy te ofrezco mi cruz, la cual descansa en mis brazos. No quiero desprenderme de ella, quiero aceptarla. Ved que aquí, en el altar, los acólitos, o el asistente, ofrecen el pan y el vino. Los mostramos para que llamen vuestra atención: el pan, es decir, el fruto del trabajo de los hombres. Ofrecemos en el cáliz agua y vino, que el sacerdote que preside vierte en el cáliz, para que luego se conviertan en la sangre de Cristo. Estos dones de pan y vino, que significan nuestras dificultades, nuestro esfuerzo, los ofrece el sacerdote en nuestro nombre, levantando los dones del pan y el vino. De manera solemne presenta a Dios la oración sobre estos dones que hemos presentado hoy en el altar.
Después de haber presentado en el altar los dones, sigue la solemne Oración Eucarística. Éste es el corazón de la Eucaristía. Hoy, en el misal polaco, tenemos para elegir decenas de oraciones eucarísticas. Hubo un tiempo en que sólo había una, la actual primera oración eucarística, llamada canon romano. Tras el concilio, surgieron otras oraciones: la segunda, tercera, cuarta, quinta, etc. Surgieron la primera y segunda sobre la reconciliación. Surgieron al menos tres versiones de la oración eucarística para niños. Se ve cómo la Iglesia romana abunda en diferentes oraciones dirigidas a Dios. Nosotros sacerdotes, por su puesto, utilizamos más a menudo la segunda, que está verdaderamente ligada a la historia, a la tradición apostólica de Hipólito de Roma. Ella se asemeja precisamente a esa oración escrita en los primeros siglos. La oración eucarística comienza con el prefacio, que el sacerdote dirige a Dios.
Comienza un diálogo guiado. Cuando escuchamos: El Señor esté con vosotros, contestamos: y con tu espíritu; el sacerdote invita: Levantemos el corazón, y levantamos nuestros corazones. Demos gracias al Señor nuestro Dios, y respondemos: Es justo y necesario. El prefacio se vincula al ciclo litúrgico, a las memorias litúrgicas, a los santos, que adoramos. Nos describe la historia de la salvación, lo que aconteció, lo que Dios hizo en la historia de la salvación, en la historia de los santos, mártires, pastores. Recordamos a aquellos que para nosotros se han convertido en modelo y ejemplo de ir con Jesucristo y seguirle. Tras el prefacio solemne, que fundamentalmente el sacerdote debe cantar, sigue un canto solemne: Santo, Santo, Santo es el Señor Dios del Universo. Dios es santo, tres veces santo, y nosotros de nuevo nos hacemos conscientes de que ante la santidad de Dios somos pequeños, débiles. Nosotros también cantamos, aunque seamos débiles. Aunque somos pecadores, nosotros adoramos. Te adoramos, Dios, alabamos Tu santidad, Tu bondad. Después de este canto, continua la oración eucarística. Aquí me gustaría llamar la atención en lo que es la epíclesis. Ésta es una oración, que nosotros, los sacerdotes, dirigimos a Dios Padre para que envíe el Espíritu Santo para que transforme el pan y vino en el cuerpo y sangre de Cristo. Mirad, la transformación del pan y el vino no se lleva a cabo por la fuerza del sacerdote. Se lleva a cabo por la fuerza del Espíritu Santo, al que solemnemente invocamos. En la oración eucarística tenemos en realidad dos epíclesis, es decir, dos oraciones al Espíritu Santo. La primera epíclesis se llama consecratoria. Es una oración para que los dones que hemos acercado al altar, o sea, el pan y el vino, se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo. Tras la oración eucarística sigue la llamada epíclesis de la comunión, que ha de unirnos a nosotros, los participantes de la liturgia, en uno solo. El Espíritu Santo tiene ese poder. Ha transformado el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Jesús. El Espíritu Santo tiene tal poder que puede hacer de nosotros, los participantes en la liturgia, una unidad. ¿Creemos en esto? ¿Queremos ceder ante tal acción del Espíritu Santo? Esta es una pregunta importante: Yo, que estoy aquí, en esta liturgia de la Eucaristía, ¿quiero ser uno? ¿Uno con mi mujer, con mi marido, con mis hijos, mis vecinos? ¿Quiero vivir en armonía? ¿Existe en mí ese deseo? Si es así, ya es mucho, pero hay que pedir al Espíritu Santo: Espíritu Santo, permítenos ser uno. Mirad: en la oración eucarística sigue un momento de ofrenda, cuando la Iglesia le ofrece a Dios Padre: ¿Qué? ¿A quién? A Jesucristo, el Salvador del mundo. Por eso la mayoría de las oraciones eucarísticas comienza: recordando la muerte y resurrección de Tu Hijo, te ofrecemos Señor. Recordando, te ofrecemos Señor el Pan de Vida y el Cáliz de Salvación. Nosotros a Ti, Señor, te ofrecemos el tesoro más grande que nos das: a Jesucristo y su misterio Pascual. Su pasión, muerte y resurrección. Nosotros creemos que este recuerdo es salvación para nosotros, que salimos de esta iglesia como personas nuevas. En la oración eucarística pedimos por el papa, que está a la cabeza de la Iglesia peregrina. Pedimos por los obispos. Cada diócesis particular pide por su obispo, que es el ordinario de esa diócesis. Por los hermanos y hermanas difuntos. Pedimos por los santos y mártires. Me gusta mucho el fragmento de la biografía de santa Mónica, la madre de San Agustín. Leí sus palabras, las cuales dirigió a Agustín, su hijo, de esta manera: No importa dónde me enterréis, pero quiero que me recuerden en los altares del Señor; no importa en qué cementerio, pero que me recuerden en los altares del Señor. Mirad, amigos, qué importante y qué hermoso. Ofrecemos en nuestras intenciones precisamente esta oración por los difuntos.
Muy a menudo las intenciones de misa pronunciadas por vosotros se refieren a nuestros muertos; aquellos que vivieron antes que nosotros, a los que amamos, que fueron importantes para nosotros… a ellos los invocamos aquí, ante el altar, ante este lugar santo, para que algún día puedan encontrarse con el Dios vivo y vivificador. Una cosa más que es importante en la oración eucarística: tras la transubstanciación, tras la consagración, el sacerdote pronuncia unas palabras, para las cuales de facto tenemos cuatro fórmulas, que el sacerdote puede pronunciar, es decir: Este es el misterio de nuestra fe; grande es el misterio de nuestra fe; misterio de la fe. Esta invocación del sacerdote nos hace despertar a los participantes en la liturgia. Es una invocación a que nos unamos, de manera solemne, a la oración del sacerdote, para que no pronuncie esta oración solo. Todos nosotros queremos recordar que estamos también aquí reunidos y queremos realmente unirnos a esta oración, que pronuncia el sacerdote en nuestro nombre. Finalmente, la oración eucarística termina con la llamada Gran Doxología. Este es el momento en el que el sacerdote alza las santas especies: el Cuerpo y la Sangre de Jesús, aclamando: Por Cristo, con Él y en Él, a Ti Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos, y nosotros solemnemente respondemos: Amen. Precisamente aquí alabamos al Señor, por Cristo, con Cristo y en Cristo. Nosotros cristianos, cada oración a Dios Padre la dirigimos por Cristo, pues sabemos que Él es el único intercesor entre Dios y nosotros: Jesucristo, el Salvador del mundo. Por eso cantamos esta doxología de modo tan solemne. A veces se llama a este momento de la misa “pequeña elevación”, porque el sacerdote eleva las santas especies y todos nosotros, ya de pie, adoramos a Dios y decimos que Él es grande, que Él es santo, que en Él está nuestra vida.
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