Fe y Vida Espiritual

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Fe y Vida Espiritual

Fe y vida espiritual; sobre esto me gustaría hablarles hoy. Y tengo que decir una cosa. Quizás la sorpresa más grande para el hombre que piensa sobre la vida cristiana, que piensa en su vida de fe, es el hecho de que la vida espiritual en el ser humano la comienza Dios, y no el hombre. No es la persona la que comienza a guiar la vida espiritual, sino que es Dios quien la inicia en el hombre. ¿Cómo lo sabemos? Lo sabemos, sobre todo, por la Biblia, el Evangelio, que nos dice que es Dios el que crea al ser humano, que lo crea a su imagen y semejanza, como aquel que puede dialogar con Él, hablar, entablar una relación. Lo creó concienzudo, y por eso lo creó como persona capaz de crear relación, lazos con otra persona, pero no sólo con otra persona, también con Dios. Dios creó al hombre para sí. Y esto es quizás el mayor misterio de la vida espiritual, que merece la pena recordar. Dios nos creó para la unidad con él. El objetivo del hombre no es ni hacer carrera, ni usar este mundo… El objetivo del hombre ni siquiera es fundar una familia ni ninguna otra cosa bella o noble, que sea importante en nuestra vida. El objetivo de la vida del ser humano es el amor a Dios. La persona fue creada para ello, pero el hombre, creado para forjar un vínculo con Dios, no siempre se da cuenta de ello. Sobre todo porque se concentra mucho en sí mismo. Cuando san Agustín, un gran pecador, pero también un gran santo de la Iglesia Católica, descubrió que Dios le ama, que Dios es su Padre, lo que fue confirmado por Jesús, que vino a la Tierra para confirmárnoslo, para revelarnos simplemente esta realidad, escribió en su libro, que comenzó a la edad de treinta años, estas palabras: “Nos creaste, pues, para que nos dirigiésemos hacia Ti, Señor”. Y por eso descubrió esa verdad que el cristianismo nos dice desde hace siglos: que no fuimos creados con otro objetivo que para el que Dios nos creó, para que viviéramos para Él, viviéramos con él toda la vida y toda la eternidad. Agustín lo expresó así “Intranquilo está el corazón del hombre hasta que no descanse en Dios”. Una gran verdad. A veces, cuando la persona lo descubre, sólo se da cuenta de cuál lejos se ha apartado de Dios, cuán lejos se alejó de todo aquello que, en lo profundo del corazón, en los recovecos de la existencia humana, sentía desde hacía mucho. La espiritualidad del hombre no es, por ello, menor ni mayor, sólo relación con Dios, nuestro vínculo con Dios, que Dios comenzó en nuestra vida, porque nos creó y se colocó en nuestro corazón. Él mismo vino a nuestro corazón, haciéndose hombre, y más tarde dando al ser humano el Espíritu Santo, que habita en nuestro interior. Este vínculo con Dios, esta vida espiritual, que ya en nosotros fue iniciada por Dios, es la que hay que descubrir en primer lugar. Cuando el ser humano la descubre, cuando siente que es amado, cuando cree en ello, entiende que debe cuidar por su parte este vínculo, responder a Dios con este amor. Ya que Dios me ama y Él es mi amado Padre, ya que Dios realmente es todo para mí, pues todo se acabará, todo pasará, pero sólo quedará Dios, por lo que, por mi parte, hay que responder a este vínculo, a este amor, que Dios ha plantado en los corazones humanos, hay que mantenerlo y cuidarlo. En las páginas del Evangelio, Cristo nos asegura, que, por su parte, es decir, por parte de Dios, el amor y la relación que Dios ha establecido con nosotros es estable. Nunca acabará. Dios nunca dejará de amarnos. Dios es nuestro amado Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nosotros fuimos creados para sentirnos sus hijos. Cuando el ser humano lo descubre, entonces entiende que hay que conocer más aún a ese Cristo, pues en Él Dios reveló todo lo que concierne a nuestro vínculo con Dios, a esta vida espiritual, que cada uno de nosotros debería llevar. Si la relación con Dios se arranca, si nos olvidamos de ella, siempre es nuestra culpa, porque Dios nunca dejará de amarnos, sólo nosotros, a veces por el pecado, a veces por el embelesamiento de todos los asuntos cotidianos, nos olvidamos de Dios, olvidamos nuestro más importante vínculo esencial con Dios, con Dios que nos ama, y precisamente por eso Jesús rezaba en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Pues Dios nos ama incluso cuando el ser humano se olvida de Él. Siempre podemos volver a Él. A pesar de nuestra ingratitud Dios nunca deja de amarnos. A pesar de nuestro pecado, a pesar incluso del odio por nuestra parte. Pero por eso el vínculo bilateral con Dios debe ser mantenido por nuestra parte. Siempre, nosotros, débiles, lo arrancamos, pero el buen Dios lo renueva en nuestros corazones. Él vive continuamente allí. Merece la pena no olvidarlo. Por eso precisamente leemos una y otra vez el Evangelio, no sólo para recordarlo, sino para vivir en este amor. Él nos ama permanentemente, con amor pleno; precisamente por eso, nosotros, redentoristas, repetimos el lema de nuestra Congregación: “En Él la Redención es abundante”. Su amor nunca se terminará. Está por encima de lo que es sólo normal, es un amor sobrenatural, sobreabundante, como dice el salmo 130. Por eso es tan importante mantener nuestra fe, esperanza y amor, es decir, llevar nuestra vida espiritual, cuidarla, cuidar nuestro vínculo con Dios, nunca olvidarse de él. Es poco más o menos como en el matrimonio: no se trata sólo de vivir juntos en una sola casa, no se trata sólo de trabajar juntos en común para la propia familia, sino que trabajamos, nos dedicamos, soportamos incluso dolores, humillación, dificultades, problemas, dramas, enfermedades… sólo porque sabemos que somos amados y queremos amar y por eso, precisamente, nos dedicamos a aumentar este amor incesantemente. En nuestra relación con Dios podemos usar la ayuda de Dios, porque a Dios le importa esta relación. A Dios le importa que nos hagamos sus amigos, para que le amemos por entero, para que este vínculo no solo exista, sino para que nunca se rompa, o lo que es más, para que se desarrolle continuamente, porque Dios nos ayuda y lo hace con la fuerza del Espíritu Santo presente en nosotros. El Espíritu Santo nos acompaña constantemente. Él nunca se escapa de nuestro corazón, puede que no queramos escucharle. Cuando dejamos de escucharme, cuando nos volvemos sordos, ciegos a esta sabiduría, esta claridad, esta luz, que Él despierta en nosotros, entonces se apaga por un momento en nosotros, se desvanece el anhelo de Dios. Él es el que inspira nuestros buenos pensamientos. En realidad, si comenzamos a pensar en Dios, si se despiertan en nuestro corazón algunos deseos nobles y bellos de amor al prójimo, de amor desinteresado, de dedicación plena, no sólo aquel en el cual un joven se enamora de una chica o viceversa, sino también cuando tenemos compasión por otro, es más, cuando queremos ayudarle simplemente con corazón generoso, todos estos sentimientos los despierta en nosotros el Espíritu Santo. Precisamente reconocemos, que Él está en nosotros cuando semejantes sentimientos se despiertan en nosotros. Si les permitimos surgir, esto es, escuchamos al Espíritu Santo, que reparte esta sabiduría, que se encuentra en nuestros corazones, precisamente sobre esto escribió una vez san Agustín: “En lo profundo del alma estabas, y yo por el mundo vagaba y allí te buscaba, captando caóticamente las cosas que creaste. Conmigo estabas, pero yo no estaba contigo”. Y a menudo esto es lo que ocurre en nuestra vida, que el hombre simplemente está sordo a la presencia de Dios, a estos deseos preciosos, nobles y maravillosos: el amor. A veces nos olvidamos de ellos, parece que son un cuento, que son residuos de ideales infantiles, pero, en realidad, son precisamente todos los impulsos del bien que Dios despierta en nosotros, el Espíritu Santo que habita en nosotros. Y a veces pasa mucho tiempo cuando el hombre se aleja de Dios, como el hijo pródigo de la parábola bíblica. El ser humano ha de descubrir la verdad de que Dios le busca, y esta búsqueda se manifiesta precisamente en estos bellos deseos, en este anhelo por el bien, la verdad, la belleza, por Dios; Dios desea nuestra respuesta amorosa, despertando en nosotros anhelos de este amor desinteresado, deseos de Dios. Sólo entonces, cuando somos conscientes de ello, entramos de nuevo a este camino de búsqueda de la verdad, al camino de la verdad, al camino de la sabiduría, al camino de la luz, que fluye en el hombre como si fuera casi su reflejo personal, pero en realidad este deseo lo despierta el mismo Dios. Entonces comenzamos a entender y reconocer al verdadero Dios. Sobre esto ya cantaba Bob Dylan, en la famosa canción que quizás todos conozcamos: “Cuántos caminos ha de recorrer cada uno de nosotros para poder ser persona”. El ser humano es tal cuando se descubre en relación con Dios, cuando descubre su profundo vínculo con Dios, cuando comienza, tras años, a veces tras algunos pecados, a entender que Dios nunca dejó de amarlo, que Él es nuestro Padre amado. Si comenzamos a volver, si comenzamos a cuidar nuestra relación con Dios, a cuidar este deseo de Dios, entonces comenzamos a llevar una vida espiritual. La vida espiritual es fe, esperanza y amor, incluso cuando durante años nos olvidamos de ella. Recuerdo cómo alguien me contaba una vez una historia real de cierta persona, que hace unos años, ya que es conductor de autobuses, debía llevar a un grupo de jóvenes desde el centro de Polonia a Cracovia para el encuentro con el papa Francisco. Lo hizo porque es su profesión, quería ganar un par de céntimos, pero ocurrió que durante estos tres días no podría salir de Cracovia por ningún sitio, porque las carreteras estaban bloqueadas. Y un poco por la fuerza comenzó a participar en estos encuentros, en los que participaba la juventud, en los cuales escuchaba al Santo Padre; en su alma, como si no hubiera sido visitada desde hacía años por la luz de Dios, comenzó a surgir algo extraño: deseo de nobleza, anhelo de Dios… De la nada comenzó a entender que lo que decía el papa con esas palabras sencillas se referían a él, que anhelaba todo eso. Precisamente durante este encuentro de tres días de la juventud con el papa, y también su encuentro, descubro cuánto ama a Dios, cuánto lo echaba de menos. Cuando volvió a casa, comenzó a llorar. Se encerró en su cuarto, su mujer estaba sorprendida, se encerró en su cuarto y lloró, durante algunas bellas horas. Y después vinieron a él grandes ganas de hablar con Dios, de una oración profunda, que no podía parar de rezar el rosario, pues ésta era la única oración que recordaba de la infancia.  Quería rezar de más. No podía saciarse de oración. Le parecía algo maravilloso, bello, extraordinario. Y precisamente cuando alguien me contó la historia de esa persona, entendí la verdad que encierran las palabras de san Agustín: “Me buscabas, Señor, y yo te busqué fuera, entre las cosas, entre los seres, entre todo lo que me rodea, pero tú estabas en mí. En mí despertaste todos los más bellos deseos. Tú me hablabas a mí en mí, pero yo no estaba allí”. Mira dentro de ti, lleva una vida espiritual, ésta es la tarea humana. Sobre cómo hacerlo hablaremos en nuestro siguiente encuentro. Os invito a ellos de corazón.

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