Beato Francisco Javier Seelos – ¡Pobre para los pobres!
Ver el video
Puedes encontrar los subtítulos en tu idioma en la barra de reproducción de YouTube.
Escuchar
Leer
Pobreza
Testimonio: Beato Francisco Javier Seelos – ¡Pobre para los pobres!
Fiebre, escalofríos, mareos, dolor de cabeza, dolor de espalda, cansancio, pérdida de apetito, dolor de músculos, náuseas, daños hepáticos, dolor de tripa, hemorragias bucales y oculares, temblores, hipo, delirios, fallo renal agudo: todos estos son síntomas de la fiebre amarilla, la cual padeció el beato padre Francisco Javier Seelos. El estallido de la epidemia en Nueva Orleans en otoño de 1867 paralizó toda la ciudad, que contaba con 150 mil personas. Enfermaron 50 mil personas y 5 mil murieron. Cuando el padre Francisco enfermó, los periódicos escribieron extensamente sobre su estado de salud y, cuando murió, la noticia ocupó todas las portadas. La gente comenzó a llegar para despedirse de su amigo, para despedirse de un santo. Los pobres, indigentes, negros, blancos, emigrantes… querían por un momento, tras una cola de varias horas, rezar ante el cuerpo del padre Francisco Javier. Los cohermanos redentoristas no se habían dado cuenta de que había muerto un santo.
Nació en 1819 en Füssen, Alemania. Este mismo día fue bautizado. Una familia pobre, hijo de Mang y Franziska Seelos. Su padre era empresario de tejidos. Tenía un pequeño taller, pero comenzaba a decaer. La familia se empobreció. Vivían en Bavaria, a los pies de los Alpes. Era una familia católica de fe profunda. Su modo de vida era como el modo de vida en un convento. Comenzaban con la oración, con la Eucaristía diaria, si era posible. Desayunaban juntos. Cada uno realizaba sus obligaciones. Cuando volvían, se contaban cómo habían pasado el día. Rezaban pronto, cenaban y escuchaban lecturas espirituales. Como lectura espiritual les servía la vida de los santos. Esto no es un sin sentido. Cuando Francisco Javier escucha la historia de su patrón, Francisco Javier (jesuita), arde en celo. Anhela ser como él, igual que su patrón Francisco Javier.
Su párroco se da cuenta de que tiene un monaguillo fervoroso, que es muy concienzudo e ingenioso. Tras acabar la escuela elemental, le ayuda a acceder al instituto de Augsburgo. Más tarde, ya con la idea de ser sacerdote, Francisco Javier comienza los estudios de filosofía y teología en la universidad de Múnich. Es un joven muy sociable. Le gusta contar historias varias. Mientras cursa los estudios, incluso se afana en la esgrima o el baile. Y cuando canta en la Iglesia, es el que más alto canta, lo que causa la consternación de sus amigos.
En lo referente a la vocación, cambia de intención cuando a sus manos llega la revista misionera “Sión”. En ella lee cartas de misioneros redentoristas que contaban sus duras situaciones en los Estados Unidos y las duras condiciones de los inmigrantes, entre otros, los procedentes de Alemania. Se enciende en celo. Desea ser misionero que ayude a los habitantes germanoparlantes en Estados Unidos. Y, así, ingresó en los redentoristas en 1842. Un año más tarde ya estaba a bordo de un barco que navegaba desde Francia a Estados Unidos, junto con tres cohermanos. Los redentoristas están aquí desde hace ya 10 años. Quince redentoristas trabajan en la Costa Este. Realiza el noviciado. Tras éste, al poco tiempo, el 2 de diciembre de 1844, es ordenado sacerdote.
Trabaja en Pittsburg, en la Iglesia de San Filomeno. El edificio de la iglesia era una antigua fábrica en ruinas. Un pequeño edificio como casa parroquial en condiciones precarias. Junto al padre Juan Neumann, del que ahora hablaremos, el padre Francisco forma una comunidad de santos. Aunque tienen mucho trabajo: 45 mil católicos, y para todos sólo 21 sacerdotes; condiciones difíciles de acceso, y también circunstancias no muy fáciles, el padre Francisco Javier inmediatamente se pone manos a la obra con el trabajo pastoral. Predica el Evangelio en tres lenguas (alemán, francés e inglés). Al principio comete errores con el inglés. Pero lo curioso es que despertaba el entusiasmo de los oyentes, a pesar de que no se manejaba del todo bien con el inglés. Habla muy sencillo. Tal y como animaba san Alfonso. Prepara sus sermones, pero son diferentes, no son tan convencionales. Por ejemplo: reproduce escenas bíblicas durante el sermón, o lleva a cabo diálogos improvisados entre los personajes bíblicos, o incluso cuenta anécdotas. Tiene esa costumbre; aunque se prepara los sermones durante horas y escribe palabra por palabra, habla de modo muy espontáneo. A la mitad hace una pequeña pausa, para acto seguido hablar como con un júbilo profético. Y entre otras cosas, dice estas palabras, levantando las manos a lo alto, y le pide a Dios diciendo: “Oh, pecadores, que no tenéis valor para reconocer vuestros pecados, venid sin miedo, prometo acogeros con toda dulzura, y si no cumplo mi palabra, te doy derecho a echármelo en cara en el confesionario”.
Así animaba a la gente a confesarse. Y no nos extrañamos de que tuviera grandes filas en el confesionario. La gente esperaba durante horas. La fila ondulaba como una serpiente. Él era muy dulce. Alentaba el espíritu. Con estas u otras palabras: “nadie está perdido porque su pecado sea demasiado grande, sino porque su confianza es demasiado pequeña”. Es decir, animaba a confiar en Dios. O cuando hablaba con los sacerdotes, decía que si se trata mal a la gente, ellos se alejan de la Iglesia y de Dios. También se dirigía a los religiosos que se quejaban por distintas situaciones: “Dios vela, Dios no os da un sufrimiento desmedido”. Como prefecto de estudiantes, también es innovador. Tenía a su cargo 60 estudiantes. Era extraño que en el siglo XIX, y en la formación religiosa, por supuesto, permitiera tocar instrumentos, nadar en el océano, o hacer representaciones escolares. Por eso se le quitó de ese servicio, lo que resumió con estas palabras: “Cuidaré y me dedicaré a las tareas de María, que adora a los pies de Jesús”. Como dijo que haría algunos años antes cuando tuviera menos obligaciones.
Durante 20 años, desde el 1847 al 1867, principalmente lleva acabo obligaciones misioneras, predica el Evangelio. Pero, por supuesto, también da conferencias y es párroco, y formador. Una imagen del exceso de responsabilidades son las palabras de una carta a su hermana cuando era párroco de san Alfonso en Baltimore: “No tengo descanso; encontrar un momento libre para la lectura espiritual o para adorar el Santísimo Sacramento exige de mí un esfuerzo excepcional”. Duerme vestido, para estar inmediatamente dispuesto para el servicio. O, cuando es llamado por la noche a cuidar un enfermo, duerme en un banco, para estar preparado y vigilante, de modo que, cuando el enfermo lo requiere, corre de inmediato y va a donde el necesitado. No duda en apresurarse en ir a donde la prostituta moribunda. Se queda con ella hasta el final. Y cuando lee un artículo en el periódico con el título “visita nocturna de religioso a prostituta”, sólo se encoge de hombros y dice: “Sí, ayudé a salvar un alma”. Cuando ve una persona sin zapatos, se quita los suyos y se los da. Así es el padre Francisco Javier. Cuando está con un enfermo no es simplemente administrar los sacramentos, que es lo más importante, sino que también le lee un libro, para confortar al enfermo o, cuando ve una pila de ropa sucia, se la lleva al monasterio para lavarla.
Recorre 100 km o más cuando emprende un viaje pastoral o misionero. A menudo es apedreado, golpeado, amenazado con armas, o incluso le intentaron arrojar del ferry para ahogarlo. Aunque su santidad como misionero y religioso es muy simple, en el año 1860 recibe la propuesta de ser obispo de Pittsburg. Sin embargo, no acepta esta nominación. Su último trabajo es el trabajo en el equipo misionero en los años 1863-1866, cuando es a la vez párroco en Nueva Orleans. Su comunidad ya la forman sus antiguos pupilos, para quienes él fue su tutor. La gente le tiene mucho aprecio y, aparte de servir a sus parroquianos, recorre los estados de la Costa Este, a pesar de que el país se encuentra en Guerra Civil.
Como escuchábamos al principio, su último servicio fue un servicio al enfermo. Aunque él mismo no se sentía demasiado bien fue a casa de un enfermo. Y cuando volvió, probablemente sintió los efectos de la enfermedad, pues no llegó hasta su habitación, sino que se cayó al suelo, comenzó a debilitarse y a delirar. Murió el 4 de octubre de 1867, mientras los cohermanos estaban cantando su canción favorita; es en ese momento cuando parte a la casa del Padre para su premio eterno. Era un canto a la Madre de Dios. Fue beatificado el 9 de junio del 2000 por san Juan Pablo II.
Amigos, aquí en Manville, en Nueva Jersey, mientras la iglesia está cerrada al culto público, encomendamos el mundo a la intercesión del beato padre Francisco Javier Seelos. Por eso, amigos, escuchando la narración de la bella vida del padre Francisco Javier, os invito a rezar por el cese de la pandemia. Para que el mundo cambie su actitud hacia Dios, hacia el otro, precisamente por la intercesión del beato Francisco Javier.
Amigos, ya al final, en el espíritu del beato (y quizás pronto sea santo) padre Francisco Javier, una anécdota: Cuando fue la beatificación el 9 de junio del 2000, recibimos una imagen de la beatificación. Los cohermanos miraban la imagen, me miraban y decían: “¡Oh! ¡Te pareces al beato!”. Amigos, cuando escuchamos esta historia sobre el beato, no queremos ser similares a él en el exterior, sino que, sobre todo, queremos parecernos en el interior. Es decir, amar de esa manera a Jesús, y amar así al prójimo, y tener tanto celo como el beato padre Francisco Javier, redentorista y misionero.
Autor: Marcin Gacek, CSsR
Traducción: Carlos A. Diego Gutiérrez, CSsR
This post is also available in: polski (Polaco) English (Inglés)