Clamando al Mesías #2 – ¡Oh, Señor!
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¡Saludos en Cristo! ¡Os saludo de corazón! 18 de diciembre. Siguiente antífona para reflexionar. Para comenzar, escuchemos al p. Tomasz Jarosz, redentorista, y su bello canto.
La primera parte de esta antífona está claramente relacionada con el tercer capítulo del Libro del Éxodo, en el que Dios se revela a Moisés, le transfiere un encargo que le espera, y le revela su nombre. Se usa aquí la expresión “Adonai”, que es claramente una referencia a este nombre divino. Siempre que los judíos leen un texto de la Sagrada Escritura y encuentran en ella el nombre de Dios (el santo tetragrama), no leen este nombre, sino que lo sustituyen por la expresión “Adonai”, es decir “Señor”. ¿Por qué? Porque es considerado por ellos como santo, y su pronunciación sería una invocación a la presencia de Dios. ¿Por qué entonces le pregunta Moisés a Dios su nombre? ¿Con qué fin? En la antigüedad, saber el nombre de alguien significaba conocer su identidad, su ser. En el diálogo con Moisés, Dios decide revelar una parte de su ser, para que el pueblo elegido tenga con Él un contacto personal. Escuchemos este fragmento: Moisés dijo: “Supongamos que voy a los israelitas y les anuncio: ‘el Dios de vuestros padres me envía a vosotros’. Si me preguntaran: ‘¿Cómo se llama?’, ¿qué les diré?”. Dios respondió: “YO SOY el que SOY. Esto dirás a los israelitas: ‘YO SOY me envía a vosotros’”. En esta respuesta, Dios asegura ante todo su presencia perpetua junto al ser humano, y, por otra parte, Su nombre resulta en cierta medida inalcanzable. Dios está, y siempre estará, por encima del deseo humano de definirle y dominarle. Hay en nosotros cierta tendencia a encerrar a Dios en nuestras categorías humanas. Querríamos adaptarlo a nuestra vida, tener todo claro, controlado. De ahora en adelante, Dios debe estar a nuestro alcance, como en una aplicación, a la medida de nuestras necesidades, funcionando como queremos y cuando queremos. Cuando creemos controlarlo todo, cuando tenemos definido a Dios en nuestras cabezas, resulta que Dios se nos escabulle. Pues no es Él el que debe cumplir nuestra voluntad, sino que somos nosotros los llamados a cumplir Su voluntad. Como eco suenan en nuestras cabezas las palabras: “Pues mis pensamientos no son vuestros pensamientos, y vuestros caminos no son mis caminos”. Lo más importante es, en la relación con Dios, que descubramos su presencia en nuestra vida. Él asegura que está con nosotros en todo momento de nuestra vida, tal y como estuvo con los israelitas. En la zarza ardiendo manifiesta que observa la miseria de su pueblo, escucha el clamor, conoce la inmensidad de sus sufrimientos y por eso quiere liberar a los israelitas y conducirlos hacia la Tierra Prometida. Lo que tiene que hacer Israel es percibir Su presencia y, con fe, moverse en la dirección marcada por Dios. La garantía de una nueva vida es la Alianza en el Sinaí y la Ley dada al Pueblo Elegido, su cumplimiento. El Éxodo veterotestamentario, la salida de la esclavitud egipcia hasta la Tierra Prometida, es el anuncio del Éxodo neotestamentario, que se realiza por intercesión de Jesús. Jesús, como el mediador más perfecto y único entre Dios y la humanidad, prefigurado en la persona de Moisés, viene a liberarnos de la esclavitud del pecado y conducirnos a una nueva vida con Dios, a la Tierra Prometida. Tal y como Dios conocía entonces la situación de su pueblo en la esclavitud de Egipto, así conoce la condición de nuestro corazón, esclavizado por el pecado, la observa, escucha y quiere liberar. Y así como antaño liberó con su brazo poderoso a los israelitas, así quiere liberarnos mediante su Hijo. Cabe preguntarse: ¿Se lo permitimos? ¡Adiós! ¡Nos vemos mañana!
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